Menos mal que está el Tango.
Sin él Buenos Aires sería otro boceto de ciudad cosmopolita sin alma... la diferencia la hacen unos acordes de Piazzolla.
Y sí.
Claro que extraño París. De hecho, prendo la tele y están pasando Amélie. Y reconozco los lugares donde se filmó.
Y voy en el bondi y veo por la ventanilla que pasa un taxi de la compañia París.
Y al rato veo una señora generosa en carnes, ceñida dentro de unas calzas fucsia, con el cabello recién teñido de rojo azafranado, que luce orgullosa sus aretes en forma de Tour Eiffel, aretes que se balancean en sus lóbulos y sin piedad me gritan lo lejos que estoy.
Pero Buenos Aires tiene mi Tango, que me hace vibrar como no me hace vibrar nada.
Me trepo a los stilettos rojos de tacos en degradée, tomo un sorbo de agua helada, y me sumerjo en el sopor de la clase de tres horas, en un salón de Las Heras sin aire acondicionado pero con las mejores milongas que puede canturrear un grabador Sony de 40 primaveras.
La verdad es que esta ciudad tiene algo indefinible.
Si no fuera por los árboles, al menos en los barrios más bonitos...no sé que tanto me gustaría.
Pero al Tango le sumo los árboles, y el señor del puesto de diarios que silba aunque se muera de frío y no venda diarios, le sumo la intersección de Callao y Pacheco de Melo, el jardín de la heladería Volta, la torta de ricota, el restaurant Sirop Folie en Recoleta...y, puta madre, creo que Buenos Aires es hermosa a pesar de los piqueteros, el tránsito, y el malhumor del colectivero.
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