Ese Diablo tiene pelo revuelto que invita al desorden.
Tiene la voz grave, pausada,
adictiva y sedante.
Tiene las manos hábiles y las yemas expertas, la sonrisa difícil pero demoledora.
Sabe que es un Dios y con descaro arma y desarma el mundo a su paso, de improvisto, sin tapujos, como quien sabe que no tiene que pedir permiso porque su maldito sex appeal
derrite cualquier excusa idiota que las pobres mortales tratemos de esbozar en un intento de retener el control.
Ese Diablo tiene los ojos picantes,
de un azul sobrevaluado, lejanos y azules como ese lugar prohibido al que te lleva por momentos cuando
juega con su condición de Dios.
Y yo, su más absurda adoratriz.
Me rebelo, ingenua, ante la delicia de sus labios carnosos, me rebelo
hasta el límite de lo soportable pero vuelvo siempre a su carne hasta quedar perdida y extasiada, raspada, furiosa por su belleza que tan infantilmente quiero poseer, soplar, diezmar y hacer tan mía.
Ese Diablo tiene una expresión tan maliciosa que cualquiera que lo mire fijo nota que es la perdición hecha carne,
la crueldad hecha niño.
Y me quemo en el fuego de ese Dios-Diablo al que adoro entre dientes,
entre confesiones de humo ilegal, cuando el corazón está dilatado y por un aurílocuo se cuela la imagen de su cara al fumar y para mis adentros deseo ser ese estúpido cigarette que se consume entre sus dedos.
Dios...mi Reino entero por ese Diablo que tiene cosquillas en la cadera.